Diego Rivera vino al mundo para amar, para amar al arte, al pueblo mexicano, a las ideas justas, y para amar a una sola mujer, aunque por su cama desfilaran las muchas que sucumbieron a sus encantos de viejo tenorio seductor.
Frida Kahlo fue su pasión, su vida, su creación, su adoración, su mujer indómita que levantó un espíritu aventurero y soñador por encima de un cuerpo maltratado y egoísta, para inscribir su nombre en los anales de la historia y convertirse en leyenda.
México vio nacer a Diego un ocho de diciembre como hoy pero hace ya más de un siglo, y Diego vio nacer a México a través de un prisma de ideas socialistas que marcaron su obra plástica y lo determinaron como el referente en América Latina de la pintura mural indigenista y de corte social.
Hoy un mural de Diego –similar a aquel rechazado en 1933 por el Rockefeller Center (la pintura era demasiado proletaria, demasiado india, demasiado latinoamericana)- engalana el doodle de Google, “exitosa empresa con ingresos billonarios cada año”.
Ironías de la desmemoria: los monstruos que Rivera denunció con su pintura decoran la sala de su casa con el llanto de los pobres que ellos mismos condenaron al olvido.
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