lunes, 26 de diciembre de 2011

Laguna

Por María Antonieta Colunga Olivera

La siguiente crónica es de una amiga y colega, con quien compartí mi primer año de preuniversitario y el aprendizaje de este magistral ser humano: Roberto Laguna Hernández. Ambas le debemos este sencillo homenaje, al que Mary ya se me adelantó desde su blog Nube de Alivio, aunque ya yo en mi primer año en la Universidad de Las Villas le dediqué una extensa entrevista de personalidad, la cual, ahora que lo pienso, debe ser reeditada.
 

Estas letras se las debo hace años y aún con ellas no pago la deuda vital, intelectual, espiritual que tengo con él.
Sé que ni siquiera lo sospecha, pero lo incluí en los agradecimientos de mi tesis, entre los de arriba, porque “se ocupó de mí como un padre cuando más lo necesité y le debo hoy graduarme de la carrera de mi vida”.
Nos conocimos en mi único año en el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas (IPVCE) Máximo Gómez Báez, o “La Vocacional” a secas, para los del patio. Allí llevaba años impartiendo Español-Literatura y entrenando a los que participaban en concursos de la asignatura susodicha.
Era (es) todo un personaje. Leyendas urbanas de la ciudad escolar contaban que, envuelto en sábanas blancas, habíase deslizado frenético por las barandas de una escalera, en sui-géneris representación de la invasión de los griegos a Troya. Él era (sigue siendo) así, un loco genial, un tipo que hacía que te quisieras “disparar” la Ilíada a pesar del poco seductor grosor del texto.
En los dictados de sus entrenamientos conocí a Galeano, desde unas micro-crónicas universales donde me enteraba de cosas tan tremendas como eso de que el mundo es un mar de fueguitos. Repitiendo con trazos su voz, bebí a Martí en cartas a mi afortunada tocaya la Mantilla, la cual, aseguraba con su vocesilla perniciosa y sus risitas de pillo, era hija ilegítima del Maestro.
Nos tiraba el cabo a cada rato, mandándole papelitos amenazadores a los “vidainternas” de nuestras respectivas unidades, para que nos dieran pase excepcional cuando empezábamos con los berrinches de querer escaparnos a casa.
Se autodefinía como maestro de tiza en mano y armas tomar, frases ambas que le he heredado para hablar de los que enseñan bien, y odiaba con toda franqueza las teleclases, porque prefería degañitarse enseñando lo que le sobraba en su pecho sin necesidad de graficaciones.
Una vez, atacado de la risa, nos contó cómo había terminado sentado arriba del televisor Panda del aula donde impartía una conferencia. El libro remoto- cuyo nombre ahora no recuerdo- le apasionaba al punto de borrarle el juicio y la conciencia de la realidad y solo volvió a ella cuando descubrió a los muchachos con los ojos como platos y las risas apenas contenidas.
Sencillamente lo amábamos… lo idolatrábamos. Era nuestro compinche, el mejor contador de cuentos de Pepito, el más cubano y ocurrente de todos, con sus “te voy a meter por la cabeza el zapato del dedo del hongo”.
Eso sí, la mejor anécdota de todas la tengo yo. Cuando Regresé de República Dominicana, tuve que irme a estudiar a otro pre-universitario, en lo que acá llamamos Sola. Era en el campo, lejos de casa, y la preparación académica no era igual de buena que en mi anterior escuela.
En dos años no volví a saber de él. Por ese carácter hermitaño que padezco y mi perenne vergüenza de molestar, no lo llamé nunca. Sin embargo, al acercarse las fechas de las pruebas de ingreso a la universidad él, padre intelectual de esta nube, averiguó el paradero de la hija pródiga que siempre le he sido y me llamó.
No tuvo reclamos ni preguntas incómodas, tan solo un ruego: “muchacha, porqué no vienes a mis repasos o nos vemos en casa”. Así fue, unos meses antes de enfrentarme a la prueba de Español comencé a frecuentar su hogar para entrenar mis aletargados conocimientos de la materia.
Me recibía los fines de semana, en la sala pequeña de su casita de apenas dos cuartos. Colaba café mientras me dictaba de nuevo a Martí y con la paciencia de un santo me recordaba las cosas que “yo sé que tú te sabes, solo que las has olvidado por falta de práctica”.
A pesar de que esos repasos eran su modo alternativo de subsistencia, nunca me cobró un centavo y yo tampoco se lo ofrecí por miedo a ofenderlo. Aún guardo como libreta de cabecera aquella de los domingos con él.
Hoy, luego de dos infartos que le han privado su vicio de pan con huevo frito y otros placeres, sigue viviendo solito allí en Verges. Ya no da clases en la Vocacional, se mudó a las celdas de prisión, donde alecciona a un grupo de reclusos con quienes, asegura, le va muy bien.
Pero en los últimos tiempos me lo he topado tristón, cabizbajo. Dice que se deprime y a mí se me estruja el corazón de verle así. No entiendo, no puedo entender cómo una de las personas más geniales de mi mundo, uno de los seres humanos más grandes que he conocido, puede estar deprimido.
Profe, con lo que yo lo quiero, con lo que un millón de gente que yo conozco lo quiere a usted. Con lo que le debemos tantos profesionales de esta provincia.
Alguien un día me dijo, “no tiene hijos”. Tonto, pensé yo, ¿y qué coño entonces somos nosotros?




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